by Gabriel García Lorca
- Buenos días.
-Buenos los tenga la hermosa muchacha. ¿Dónde vas?
-Vengo de llevar la comida a mi esposo, que trabaja en los olivos.
-Llevas mucho tiempo de casada?
-Tres años.
-Tienes hijos?
-No.
-Bah! ¡Ya tendrás!
-Usted to cree?
-Por qué no? También yo vengo de traer la comida a mi esposo Es viejo. Todavía trabaja. Tengo nueve hi-jos como nueve soles, pero como ninguno es hembra, aquí me tienes a mí de un lado para otro.
-Usted vive al otro lado del río.
-Sí. En los molinos. ¿De qué familia eres tú?
-Yo soy hija de Enrique el pastor.
-Ah! Enrique el Pastor. Lo conocí. Buena gente. Levantarse. Sudar, comer unos panes y morirse. Ni más juego, ni más nada. Las ferias para otros. Criaturas de silencio. Pude haberme casado con un tío tuyo. Pero ¡ba! Yo he sido una mujer de faldas en el aire, he ido flechada a la tajada de melón, a la fiesta, a la torta de azúcar. Muchas veces me he asomado de madrugada a la puerta creyendo oír música de bandurrias que iba, que venía, pero era el aire. Te vas a reír de mí. He tenido dos maridos, catorce hijos, cinco murieron y, sin embargo, no estoy triste, y quisiera vivir mucho más. Es lo que digo yo. Las higueras, ¡cuánto duran! Las casas, ¡cuánto duran!, y sólo nosotras, las endemoniadas mujeres, nos hacemos polvo por cualquier cosa.
-Yo quisiera hacerle una pregunta.
-A ver? Ya sé lo que me vas a decir. De estas cosas no se puede decir palabra.
-Por qué no? Me ha dado confianza el oírla hablar. Hace tiempo estoy deseando tener conversación con mujer vieja. Porque yo quiero enterarme. Sí. Usted me dirá. . .
-Qué?
-Lo que usted sabe. ¿Por qué estoy yo seca? ¿Me he de quedar en plena vida para cuidar aves o poner cortinitas planchadas en mi ventanillo? No. Usted me ha de decir lo que tengo que hacer, que yo haré lo que sea, aunque me mande clavarme agujas en el sitio más débil de mis ojos.
-Yo? Yo no sé nada. Yo me he puesto boca arriba y he comenzado a cantar. Los hijos llegan como el agua. ¡Ay! ¿Quién puede decir que este cuerpo que tienes no es hermoso? Pisas, y al fondo de la calle relincha el caballo. ¡Ay! Déjame, muchacha, no me hagas hablar. Pienso muchas ideas que no quiero decir.
-Por qué? ¡Con mi marido no hablo de otra cosa!
-Oye. ¿A ti te gusta tu marido?
-Cómo?
-Que si lo quieres. Si deseas estar con él. . .
-No sé.
-No tiemblas cuando se acerca a ti? ¿No te da así como un sueño cuando acerca sus labios? Dime.
-No. No lo he sentido nunca.
-Nunca? ¿Ni cuando has bailado?
-Quizá. . . Una vez . . . Víctor . . .
-Sigue…
-Me cogió de la cintura y no pude decirle nada porque no podía hablar. Otra vez el mismo Victor, teniendo yo catorce años, él era un zagalón , me cogió en sus brazos para saltar una acequia y me entró un temblor que me sonaron los dientes. Pero es que yo he sido vergonzosa.
-Y con tu marido. . .
-Mi marido es otra cosa. Me lo dio mi padre y yo lo acepté. Con alegría. Esta es la pura verdad. Pues el primer día que me puse de novia con él ya pensé. . . en los hijos... Y me miraba en sus ojos. Sí, pero era para verme muy chica, muy manejable, como si yo misma fuera hija mía.
-Todo lo contrario que yo. Quizá por eso no hayas parido a tiempo. Los hombres tienen que gustar, muchacha. Han de deshacernos las trenzas y darnos de beber agua en su misma boca. Así come el mundo.
-El tuyo, que el mío no. Yo pienso muchas cosas, muchas, y estoy segura que las cosas que pienso las ha de realizar mi hijo. Yo me entregué a mi marido por él, y me sigo entregando para ver si llega, pero nunca por divertirme.
-Y resulta que estás vacía!
-No, vacía no, porque me estoy llenando de odio. Dime: ¿tengo yo la culpa? ¿Es preciso buscar en el hombre al hombre nada más? Entonces, ¿qué vas a pensar cuando te deja en la cama con los ojos tristes mirando al techo y da media vuelta y se duerme? ¿He de quedarme pensando en él o en lo que puede salir relumbrando de mi pecho? Yo no sé, ¡pero dímelo tú, por caridad!
-Ay, qué flor abierta! Qué criatura tan hermosa eres. Déjame. No me hagas hablar más. No quiero hablarte más. Son asuntos de honra y yo no quemo la honra de nadie. Tú sabrás. De todos modos debías ser menos inocente.
-Las muchachas que se crían en el campo como yo, tienen cerradas todas las puertas. Todo se vuelve medias pa-labras, gestos, porque todas es-tas cosas dicen que no se pueden saber. Y tú también, tú también lo callas y lo vas con aire de doctora, sabiéndolo todo, pero negándolo a la que se muere de sed.
-A otra mujer serena yo le hablaría. A ti no. Soy vieja, y sé lo que digo.
-Entonces, que Dios me ampare.
-Dios, no. A mí no me ha gustado nunca Dios. ¿Cuándo os vais a dar cuenta de que no existe Son los hombres los que te tienen que amparar.
-Pero ¿por qué me dices eso, por qué?
-Aunque debía haber Dios, aunque fuera pequeñito, para que mandara rayos contra los hombres de simiente podrida que encharcan la alegría de los campos.
-No sé lo que me quieres decir.
-Bueno, yo me entiendo. No pases tristeza. Espera en firme. Eres muy joven todavía. ¿Qué quieres que haga yo?
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